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Mi Padre
Carlos Orihuela
I
Ahora, asido a la mano elevada
de su muerte,
anudado a sus hebras de paz,
a su cuenca memorial de lágrimas, de apellidos,
abismado al remolino otoñal de sus
huesos a su nido acelerado de raíces,
almanaques tenues, irresueltos,
reajusto mi testamento de azares, mi juego enterrado
de espejos.
Me aproximo a su retrato,
al tallo hablado de
su venia frondosa
a su fragor vegetal de padre primordial.
Apuño urgencias, recelos, instancias heridas,
rostros que se agotan.
Cauteloso no añado a su edad años,
crónicas encallecidas.
Un padre es cuestión de vida:
El mío lo fue en la muerte.
El mío entusiasmó su árbol, endilgó las alas de su aliento,
Encendió a su aire, abrió la rosa fluida de sus dedos
en su agujero.
Enfrentada esta estampa al mural de mis manos,
al jeroglífico precoz de mis restos,
a las desmembradas estatuillas de sal
que la mirada endurece,
mido ahora una distancia fugaz, estrecha,
biografía que se encoge en tocados tribales,
en eslabones que la carne cubre y
la ansiedad diluye.
Ahora que me anima el aire de su gran retrato
-mapa de señales aún tibias-
toco sus huellas
como si palpara un corazón bajo la tierra.
II
Escenas de infancia: persevera mi memoria.
Un juego del que no me arrepiento:
Se enciende la luz, gris
casi rocosa.
El taller y dos ventanas enclavadas al cielo.
Sobre la mesa, chisguetes de óleo,
achatados, vivientes, reptan.
Un violín asciende el muro. Su quietud trasuda,
fragua ríos de notas,
ondas presentidas, casi calladas.
El hombre esgrime el carboncillo,
retrocede, desmadeja trazos,
convoca el relato.
Bosquejos de calles. Danzantes de aire,
arcos de la tarde:
su pasaje de penumbras, perfiles
-contrapunto de volúmenes y arias-,
urde el escenario.
Sus formas abarcan planos, junturas,
grietas que gimen.
Cubren la escena pátinas de música,
chorros de luz herida
Sobre la platea.
Los colores arden,
graban poses, ademanes de luz,
abrasan telones
-membranas momentáneas,
rosas veloces de espacio-
y se dispersan.
Dos niños, en el foro izquierdo, bajo un rayo delgado, amarillo,
agitan las alas.
El Telefunken, viejo, imperceptible, parla: fluye un tiempo real.
Musiquillas, murmullos, días que fueron
Afuera la plaza, la tarde densa en su hervor,
su plato hondo de arrayanes,
balcones dormidos,
palmeras exánimes,
la fuente obstinada,
dos torres que fugan en campanadas.
III
Mi padre en la escena
-espejo que se autocontempla-
recorre una muerte sin descanso.
En él, que es en su extensión sus años y los míos,
se alza la palma de la tribu.
En la pira crepitan mi voz y su palabra:
el reloj espantado del pecho,
relato tenaz: cadena que se muerde
la cola.
IV
Amo la efigie perdida que me dibuja:
el velado transeúnte
en la genealogía.
Amo al padre que me remite al espejo,
a fuego múltiple,
los rayos extenuados,
luz que se reitera en sus cabellos:
hombre que me imparte
el destino, el azar, la drástica señal
de sus muertes,
mi rol casual
en esta historia.
El padre, un padre, cualquier padre, sin importar el lugar del mundo en el que se representa el milagro.

La luz en la mirada, su mano recia en la diminuta del hijo o sobre el hombro o en su cabeza. ¡Qué más da el sitio sobre la que esté posada si siempre ha de ahondar en ese camino que se pierde entre el orgullo de proteger al hijo y el de saberse querido! ¡Más aún! Indispensable.
Yo también tuve un padre. Un Aita, que le decimos por estas tierras. Un aita que me precedió en el camino y de quien hubiese querido despedirme con tan bello poema como el de Carlos L. Orihuela.
Quien sabe, ¡quizás algún día!, cuando mi garganta se olvide del dolor amargo de la pérdida, pueda glosar como mereció su buen nombre, propio de un aún mejor hombre.
2003-03-13 02:40 | 0 Comentarios
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