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{Gargantuario. Nuevo poemario de los cien gaiteros del delirio}

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GARGANTUARIO - NUEVO POEMARIO DEL OLVIDO

<Febrero 2025
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    Inicio > Historias > Mujer con alcuza

    Mujer con alcuza

    Por: Dámaso Alonso

    Anciana

    ¿Adónde va esa mujer,
    arrastrándose por la acera,
    ahora que ya es casi de noche,
    con la alcuza en la mano?

    Acercaos: no nos ve.
    Yo no sé qué es más gris,
    si el acero frío de sus ojos,
    si el gris desvaído de ese chal
    con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
    o si el paisaje desolado de su alma.

    Va despacio, arrastrando los pies,
    desgastando suela, desgastando losa,
    pero llevada
    por un terror
    oscuro, por una voluntad
    de esquivar algo horrible.

    Sí, estamos equivocados.
    Esta mujer no avanza por la acera
    de esta ciudad,
    esta mujer va por un campo yerto,
    entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
    y tristes caballones,
    de humana dimensión, de tierra removida,
    de tierra
    que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
    entre abismales pozos sombríos,
    y turbias simas súbitas,
    llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos
    del color de la desesperanza.

    Oh sí, la conozco.
    Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
    en un tren muy largo;
    ha viajado durante muchos días
    y durante muchas noches:
    unas veces nevaba y hacía mucho frío,
    otras veces lucía el sol y remejía el viento
    arbustos juveniles
    en los campos en donde incesantemente estallan
    extrañas flores encendidas.
    Y ella ha viajado y ha viajado,
    mareada por el ruido de la conversación,
    por el traqueteo de las ruedas
    y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
    ¡Oh!:
    noches y días,
    días y noches,
    noches y días,
    días y noches,
    y muchos, muchos días,
    y muchas, muchas noches.

    Pero el horrible tren ha ido parando
    en tantas estaciones diferentes,
    que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
    ni los sitios,
    ni las épocas.

    Ella
    recuerda sólo
    que en todas hacía frío,
    que en todas estaba oscuro,
    y que al partir, al arrancar el tren
    ha comprendido siempre
    cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
    ha sentido siempre
    una tristeza que era como un ciempiés monstruoso
    que le colgara de la mejilla,
    como si con el arrancar del tren le arrancaran
    el alma,
    como si con el arrancar del tren le arrancaran
    innumerables margaritas, blancas cual su alegría
    infantil en la fiesta del pueblo,
    como si le arrancaran los días azules, el gozo
    de amar a Dios y esa voluntad de minutos
    en sucesión que llamamos vivir.
    Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
    y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
    gritando y retorciéndose,
    sólo
    para ver alejarse en la infinita llanura
    eso, una solitaria estación,
    un lugar
    señalado en las tres dimensiones del gran espacio
    cósmico
    por una cruz
    bajo las estrellas.

    Y por fin se ha dormido,
    sí, ha dormitado en la sombra,
    arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
    por gritos ahogados y empañadas risas,
    como de gentes que hablaran a través de mantas
    bien espesas,
    sólo rasgadas de improviso
    por lloros de niños que se despiertan mojados
    a la media noche,
    o por cortantes chillidos de mozas a las que
    en los túneles les pellizcan las nalgas,
    ... aún mareada por el humo del tabaco.

    Y ha viajado noches y días,
    sí, muchos días,
    y muchas noches.
    Siempre parando en estaciones diferentes,
    siempre con un ansia turbia, de bajar ella también,
    de quedarse ella también,
    ay,
    para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
    para siempre dormitar de nuevo en trayectos
    inacabables.

    ... No ha sabido cómo.
    Su sueño era cada vez más profundo,
    iba cesando,
    casi habían cesado por fin los ruidos
    a su alrededor:
    sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla
    un instante en las sombras,
    algún chillido como un limón agrio que pone
    amarilla un momento la noche.
    Y luego nada.
    Sólo la velocidad,
    sólo el traqueteo de maderas y hierro
    del tren,
    sólo el ruido del tren.

    Y esta mujer se ha despertado en la noche,
    y estaba sola,
    y ha mirado a su alrededor,
    y estaba sola,
    y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
    de un vagón a otro,
    y estaba sola,
    y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
    a algún empleado,
    a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
    y estaba sola,
    y ha gritado en la oscuridad,
    y estaba sola,
    y ha preguntado en la oscuridad,
    y estaba sola, y ha preguntado
    quién conducía,
    quién movía aquel horrible tren.
    Y no le ha contestado nadie,
    porque estaba sola,
    porque estaba sola.
    Y ha seguido días y días,
    loca, frenética,
    en el enorme tren vacío,
    donde no va nadie,
    que no conduce nadie.

    ... Y esa es la terrible,
    la estúpida fuerza sin pupilas,
    que aún hace que esa mujer
    avance y avance por la acera,
    desgastando la suela de sus viejos zapatones,
    desgastando las losas,
    entre zanjas abiertas a un lado y otro,
    entre caballones de tierra,
    de dos metros de longitud,
    con ese tamaño preciso
    de nuestra ternura de cuerpos humanos.
    Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como
    el atributo de una semidiosa, su alcuza),
    abriendo con amor el aire, abriéndolo con
    delicadeza exquisita,
    como si caminara surcando un trigal en granazón,
    sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o
    un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,
    de cercanas cruces,
    de cruces lejanas.

    Ella,
    en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
    se inclina,
    va curvada como un signo de interrogación,
    con la espina dorsal arqueada
    sobre el suelo.
    ¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo
    de madera,
    como si se asomara por la ventanilla
    de un tren,
    al ver alejarse la estación anónima
    en que se debía haber quedado?
    ¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
    sus recuerdos de tierra en putrefacción,
    y se le tensan tirantes cables invisibles
    desde sus tumbas diseminadas?
    ¿O es que como esos almendros
    que en el verano estuvieron cargados de demasiada
    fruta,
    conserva aún en el invierno el tierno vicio,
    guarda aún el dulce álabe
    de la cargazón y de la compañía,
    en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan
    los pájaros?


    2005-02-27 01:00 | 0 Comentarios


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